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Los últimos días de Borges

Tomado del Espectador:

Por: Julio César Londoño

JORGE LUIS BORGES Y ADOLFO BIOY Casares se conocieron en 1939, escribieron un soneto en anglosajón sobre la cuajada y conversaron sin parar durante cuarenta y siete años, hasta 1986, cuando Borges murió en Ginebra.
Estas conversaciones fueron recogidas por Bioy en Borges, un diario de 1663 páginas. Allí se cuenta cómo leían, escribían, tachaban y teorizaban estos dos gentlemen de las pampas.
Septiembre 17 del 85. JLB: Un poeta turco inventó una buena metáfora para la erección. Por lo menos en la traducción inglesa me pareció bien. Upright blood: sangre erguida. Está bien, es breve. Bioy: To the point. JLB: Sí, to the point. No es fácil inventar nuevas metáforas para cosas tan viejas.
Noviembre 5/85. Borges está muy bien. Camina sólo, sin apoyarse en nadie. El médico le dijo que sus problemas de circulación no tenían cura pero le recetó un paliativo, un cognac en las mañanas. JLB: Espero que esto no sea el comienzo de un alcoholismo crepuscular.
Martes, noviembre 25/85. Encuentra rara la expresión “valle de lágrimas”. “Sería más lógico río de lágrimas, ¿no?”. Cuenta que está esperando los resultados de unos exámenes médicos que no prometen nada bueno.
Lunes, 11 de enero del 86. JLB: Lo poético es misterioso. No depende tanto del sentido como de la cadencia y del sonido. Bioy: El sentido, aunque no se entienda del todo, debe acompañar, porque negativamente cuenta.
En el curso de ese mes trabajó duro con dos secretarios ordenando facturas y manuscritos, visitó notarías, cambió su testamento, habló con los editores, quemó miles de versos y se casó en Asunción con María Kodama. El 29 viajó a Ginebra contraviniendo las indicaciones de su médico, que lo previno: “El frío de Europa no es bueno para usted”. Tanto da morir aquí o allá, respondió él.
Viernes, 14 de febrero. Ferrari está preocupado por la falta absoluta de noticias de Borges.
Lunes, 12 de mayo. Cuando íbamos a desayunar sonó el teléfono. Silvia atendió. Adiviné que hablaba con María Kodama. Le preguntó cuándo volvían pero María no contestó. Pasame a Adolfo, pidió. Pasé y hablamos sobre derechos de autor para no hablar de temas patéticos. Me dijo que Borges no estaba bien, que oía mal. “Hablale en voz alta”. Apareció la voz de Borges y le pregunté cómo estaba. “Regular nomás”, respondió. Quiero verte, le dije. “No voy a volver nunca más”, contestó con una voz extraña y la conversación se cortó. Estaba llorando, dijo Silvia. Creo que sí. Creo que llamó para despedirse.
Sábado, 14 de junio. Un joven con cara de pájaro se me acercó en un quiosco de Ayacucho y Alvear y me dijo: “Falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra”. Seguí mi camino sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente, yo no había perdido la costumbre de pensar: Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez… Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo, me encierro: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno debe ocultar.
Febrero del 87. María Kodama es una mujer extraña. Acusaba a Borges por cualquier motivo. Lo castigaba con silencios (recuérdese que Borges era ciego). Lo celaba. Se ponía furiosa ante la devoción de sus admiradores. Se impacientaba con sus lentitudes.
1989. Me consuelo pensando que Borges no murió solo. Estaba con María y dos amigos, Bernès y Bianciotti. Bernès me refirió que Borges sintió la muerte quince días antes: “Ha llegado. Está aquí”. Le pregunté si la había descrito. “Sí, dijo que era algo externo, rígido y frío”. Luego se repuso un poco y Bernès lo grabó cantando La morocha y otros tangos. En la grabación, Borges ríe con la risa de siempre.
Hacia el final, Bernès le leyó el cuento Ulrica. Borges comentó: “Soy un escritor”. Murió recitando el padre nuestro. Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español… “por si acaso”, explicó con una sonrisa débil.
Murió en una casa alquilada cerca de la Grande Rue. Estaba muy contento en esa casa y dijo que le hubiera gustado vivir allí cuando era joven y vivía cerca de la iglesia rusa. La casa no tiene número; la calle no tiene nombre pero tiene llave, que es también la de la casa.

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